Por Dolores Prida
La mayoría de las madres sueñan que sus hijos lleguen a ser abogados o médicos, pero ¿sabrán ellas lo que gana un plomero?
Más que muchos profesores universitarios. Definitivamente más que cualquier periodista. Y sus trabajos nunca están en peligro de desaparecer porque, como dueña de casa les puedo asegurar que siempre, por los siglos de los siglos, habrá goteras y toilets atascados.
Pero nadie sueña con ser plomero ni electricista ni carpintero a pesar de ser oficios nobles y bien remunerados. ¿Por qué?
Las razones son dos principalmente. Por un lado está la cuestión de estatus. Los trabajos de cuello azul siempre se han menospreciado. Decir “Mi hijo el plomero” no tiene el mismo caché que “Mi hijo el doctor” o “Mi novio el dentista”.
Esta subestimación a ganarse el pan ensuciándose las manos y doblando la espalda se refleja en el proceso educativo.
Cuatro o cinco décadas atrás, los consejeros de escuela superior acostumbraban encaminar a estudiantes de grupos minoritarios a oficios manuales, ya que asumían que no tenían madera para los rigores intelectuales de una educación académica. Esto se consideraba un tipo de discriminación.
Líderes comunitarios y políticos, así como padres y maestros, lucharon en contra de este tracking forzoso y con los avances de los derechos civiles de las minorías se les abrió camino a más estudiantes hacia estudios universitarios.
Ese cambio fue tan exitoso que por largos años casi ningún consejero encaminaba estudiantes hacia las llamadas trade schools. Y como siempre, los extremos son peligrosos.
Pero las cosas están cambiando. Con la actual situación económica, hasta estudiantes universitarios con diplomas inservibles están re-enfocando sus carreras hacia oficios manuales que les ofrece mejores ingresos o la oportunidad de trabajar al aire libre y no tener que amarrarse una corbata al cuello todas las mañanas o seguir su vocación secreta de hornear el suflé perfecto.
Yo vengo de una familia de carpinteros. Mi abuelo paterno y todos mis tíos eran maestros carpinteros capaces de construir desde un escritorio hasta una casa completa. Y de niña viví por un tiempo entre serruchos y martillos y el inolvidable aroma de la caoba.
Esta familiaridad con el oficio y las herramientas de carpintería me vinieron de perilla cuando, ya en Nueva York, comencé a trabajar con un grupo de teatro sin dinero pero con ganas y la dramaturga y el director y los actores teníamos que fabricar y pintar y montar y desmontar la escenografía nosotros mismos.
Desde entonces, trabajar con las manos me ha dado mucha satisfacción y placer.
Ojalá que más de nuestros jóvenes opten por oficios que le den tal satisfacción, además de buenos ingresos. Y que la actitud hacia los trabajos de cuello azul siga cambiando a tal punto que a sus padres se les infle el pecho de orgullo al decir, “Mi hija es una gran carpintera” o “Mi hijo va a estudiar para electricista”.
¿Y por qué no? Manos a la obra.
doloresprida@aol.com
Esta columna es original de El Diario La Prensa de Nueva York